- ambarpurcell

- 31 oct
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Actualizado: 4 nov
Conocí el trabajo de Salina cuando aún vivía en A Coruña, navegando entre portafolios y páginas web. Sus ilustraciones llamaron mi atención de inmediato: frescas, dulces, con esa nostalgia que acaricia la memoria. Entre ellas destacaban unos retratos muy particulares, los ya conocidos Perrito Portraits, pequeñas joyas capaces de capturar la ternura y la personalidad de cada mascota. Allí entendí que estaba frente a una propuesta distinta dentro del panorama de la ilustración contemporánea.
Salina es mitad española y mitad americana, y su biografía refleja la riqueza de esa doble raíz. Ha vivido en Italia, Barcelona y Bélgica, lugares que fueron dejando huellas en su mirada y en su forma de crear. Durante los dos años que pasó en Bélgica se formó en un máster de ilustración y escritura; sin embargo, su historia dio un giro decisivo cuando decidió volver a Cádiz, a la cercanía del mar. Fue en Conil donde encontró una casita de pueblo que se convirtió en su primer estudio real. Allí, entre muros de ladrillo, buganvillas y puertas azules, nacieron sus Perrito Portraits.
Su camino hacia la ilustración profesional no fue lineal. Estudió Publicidad y Relaciones Públicas con la intención de dedicarse al diseño gráfico, que por entonces vivía un auge. Pero pronto comprendió que ese mundo, dominado por lo digital y lo impersonal, no reflejaba la parte más íntima y artesanal de su creatividad. Desde Bélgica empezó a colaborar con pequeñas marcas, y en 2022 llegaron sus primeras comisiones ilustradas. Algunas fueron gratuitas, como un modo de darse a conocer; poco a poco, aquello que era un complemento se convirtió en el núcleo de su trabajo.
Hoy su estilo se mueve entre la ilustración de objetos cotidianos —papeles, empaques antiguos, rincones que colecciona casi con devoción— y los retratos de perros que la han hecho reconocida. Ambas vertientes dialogan entre sí: lo entrañable y lo nostálgico, lo doméstico y lo afectivo. “Siempre tuve perros —me confiesa—, pero no me di cuenta de cuánto me inspiraban hasta que dibujé el primer Irish Terrier”. Ese boceto fue el germen de una serie que pronto traspasó fronteras.
El proceso detrás de cada retrato es casi ritual. Salina recibe las fotografías que le envían los dueños —ella insiste en que se vean bien los ojos y la expresión— y comienza a trazar con lápiz la silueta, con todo el detalle posible. Después aplica capas de gouache con dos pinceles: uno para definir, otro para dar textura al pelaje. Cada perro es único, incluso dentro de la misma raza. “Mientras pinto, imagino cómo será la vida de ese perro”, dice, y en esa proyección íntima está el secreto de la fuerza emocional de sus obras.
Desde aquel estudio de Conil, los Perrito Portraits han viajado ya a más de trece países: Alemania, Japón, Corea, Suecia o Finlandia, además de España. Para Salina, el proyecto es más que un negocio; es “como un hijo creativo”, algo en lo que vuelca energía e ilusión. Además, ha dado origen a una pequeña línea de ropa y accesorios, Perrito Love, que sueña con ampliar en el futuro.
Su expansión internacional no fue inmediata ni sencilla. Detrás hay decenas de correos, respuestas negativas y aprendizajes. Pero también vínculos duraderos, como el que mantiene en Dinamarca con los dueños de Aoife Coffee, donde ha viajado tres años seguidos para realizar versiones en vivo de sus retratos, los Perrito Sketch.
El estudio donde trabaja en Chiclana es un pequeño santuario. Allí conviven incienso, palosanto y objetos significativos: un pajarito de madera, un perrito de cerámica heredado de su madre, una bandeja hecha por la ceramista sevillana Ana Salas.
También guarda todos sus sketchbooks, amontonados en cajas, y una pared cubierta de muestras de tejidos que revela otra de sus pasiones: tejer. Ese hacer manual es, para ella, un espacio de calma, casi de meditación. “Siempre encuentro algo que me apetece dibujar cuando estoy tejiendo o encuadernando”, explica. No es raro que un patrón de tela, un cuaderno artesanal o un papel encontrado acaben transformados en ilustración.
De entre todas las anécdotas con clientes, recuerda con especial cariño una ocurrida en Vejer: conoció a una pareja extranjera que viajaba con su galgo, y tras una breve charla le encargaron un retrato como recuerdo de su estancia. Historias como esa, encuentros casuales que se convierten en arte compartido, son lo que más disfruta de su trabajo.
En cada retrato, en cada objeto ilustrado, late la idea de que la vida cotidiana está hecha de belleza, afecto y memoria. Y en la obra de Salina Belle esa certeza se convierte en imagen: un testimonio entrañable de que el arte puede ser, también, un refugio cálido donde lo pequeño se vuelve eterno.
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